Los perros como guía para el Mictlán

Cruza caudales feroces, sube 8 montañas, esquiva flechas, enfrenta a 3 bestias y surca 9 ríos, acompañado de tu perro, en el largo camino a la paz del Mictlán.

† MVZ. Luis Fernando De Juan Guzmán

Como Xólotl hizo su viaje al Mictlán convertido en perro, en el antiguo México se creía que estos animales eran los únicos que sabían el largo y difícil camino que llevaba a aquel lugar de sombras perpetuas. Por lo tanto era indispensable que los perros acompañaran a los muertos en su tumba y en su peligroso viaje al inframundo.

Los distintos descansos eternos

Pero no todas las almas de los difuntos iban al Mictlán, ya que de acuerdo al tipo de muerte que hubieran tenido se podían dirigir a diferentes lugares. Así pues, los niños que morían iban al Chichihuacuahco, un árbol del que brotaba leche para alimentarlos. Cuando una persona fallecía ahogada, iba al Tlalocan, el señorío de Tláloc, el dios de la lluvia. Si las mujeres expiraban durante el parto, o si un guerrero sucumbía en batalla, sus espíritus iban a un cielo llamado lhuicatonantiuh (o Tonatiuhichan) y acompañaban al Sol en su recorrido a través de la bóveda celeste.

Cuatro años en el inframundo

El resto de las almas iba al Mictlán y para poder llegar a ese lugar tenían que hacer un arduo viaje que duraba cuatro años a través del inframundo. En este caso los perros eran imprescindibles.

Era costumbre depositar en la tumba, junto a la persona muerta y a manera de ofrenda, alimentos, bebidas, semillas de cacao, piedras preciosas, joyas e incluso esclavos sacrificados.

Los obstáculos para llegar al Mictlán

El primer obstáculo que se tenían que superar para poder llegar al Mictlán, era un ancho y caudaloso río llamado Apanohuaya, el cual sólo se podía cruzar con la ayuda de un perro. De acuerdo a algunas tradiciones prehispánicas, la persona muerta continuaba su peregrinaje y más adelante tenía que volver a atravesar nueve torrentes que recibían el nombre de Chiconahuapan y sólo los perros sabían por donde vadear dichos afluentes.

En vida, las personas solían criar y mantener perros con gran esmero. Los trataban muy bien, los alimentaban adecuadamente, los consentían, los mimaban y jugaban con ellos. El gran cariño que unía a los canes con sus propietarios, aseguraba que entre las tinieblas del inframundo los perros reconocerían fácilmente a sus amados dueños, lanzándose alegremente a su encuentro para ayudarles a cruzar los ríos de la muerte.

Colores en los Xolos

Se prefería que el animal fuera de color rojizo, pues de esa manera sería ubicado fácilmente en la penumbra de aquel tenebroso mundo envuelto en la obscuridad. Si se tenían dudas con respecto al color del perro, se le adornaba con un vistoso cordel rojo amarrado alrededor del cuello, lo que facilitaría su localización entre las tinieblas.

Por lo regular no se utilizaban perros blancos, ni tampoco negros para los entierros. Se creía que los canes blancos no iban a querer meterse al río, ya que considerarían estar muy limpios por la pureza de su color y no se iban a arriesgar a ensuciar se con el lodo de la orilla del caudal.

Por otro lado, los canes negros también se negarían a cruzar el río, pues se sentirían sucios por su obscuro pelaje y no se lanzarían al agua para no ensuciarla. Por otro lado, los difuntos aparte de cruzar el Apanohuaya y el Chiconahuapan, también tenían que transitar por lugares horripilantes. Pasaban por en medio de unos cerros que chocaban entre sí; subían un cerro que estaba cubierto de filosos pedernales; continuaban a través de ocho montañas en las que siempre nevaba y cuyo viento cortaba como navajas; luego atravesaban un paraje envuelto en el frío más atroz y en donde los cuerpos de los difuntos flotaban; a continuación marchaban por un sendero donde eran flechados constantemente; luego se toparían con un feroz jaguar que les devoraría el corazón; y después caerían a un profundo abismo de agua negra en donde serían acosados por un pavoroso lagarto; seguirían por un paraje invadido por la niebla que no los dejaría ver hasta toparse con el Chiconahuapan (los nueve ríos) y después de vadearlos llegarían ante la presencia del temible Mictlantecuhtli, quien por fin les daría la paz.

El fiel compañero en la muerte

Durante todo ese doloroso y difícil recorrido, el muerto era acompañado por su fiel can, así que se tenía la costumbre de que al morir una persona se sacrificara a uno o a varios de sus perros más queridos, siempre y cuando fueran de color rojizo y con su cordel rojo al cuello. El hecho de maltratar de cualquier forma a un can, condenaba a la persona a vagar eternamente en las sombras, pues el perro se negaría a guiar al difunto.

En caso de que no se enterrara a un perro, se agregaba a la ofrenda del fallecido, una o varias figuras de barro que representaran a estos animales. De esta forma se sustituía a los canes reales y las esculturas desempeñarían la misma función en la “otra vida”.

La importancia del can en nuestros antepasados

Estas ideas, en donde se mezclan las creencias prehispánicas y la doctrina cristiana, son el resultado del sincretismo entre las culturas prístinas de México y la que fue impuesta por los conquistadores españoles. No obstante, demuestran sin lugar a dudas, la enorme importancia que tuvo el perro entre aquellos fascinantes y antiguos pueblos y como esa relevancia ha sido transmitida como un tesoro y a través de numerosas generaciones al México contemporáneo

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